Cada 21 de septiembre, el mundo se dedica a concientizar, aunque sea por un instante, sobre una enfermedad que borra recuerdos: el Alzheimer. La paradoja de conmemorar esta fecha en plena primavera del hemisferio sur no es menor. Mientras aquí florece la vida, en el norte comienza el otoño, un símbolo inevitable de envejecimiento. Pero más allá de metáforas, esta jornada nos invita a reflexionar acerca de un problema que crece de manera silenciosa aunque persistente: cada tres segundos alguien en el mundo desarrolla algún tipo de demencia.
En Argentina se estima que alrededor de 500.000 personas padecen Alzheimer. Uno de cada ocho mayores de 65 años convive con la enfermedad, cifra que asciende a uno de cada dos entre los mayores de 85. Sin embargo, el impacto no se limita a aquellos que reciben el diagnóstico: cada paciente arrastra consigo al menos a un cuidador, muchas veces un familiar en situación de sobrecarga crónica. El Alzheimer es, en ese sentido, una enfermedad de dos caras: por un lado está el enfermo y por otro está el entorno que lo acompaña.
En la última década, las investigaciones estuvieron marcadas por la controversia. El periodista Charles Piller, a través de un reciente ensayo publicado en The New York Times, cuestionó lo que llama el «devastador legado de las mentiras» alrededor de la ciencia de la enfermedad. Señaló que durante años se depositó una fe excesiva en la hipótesis amiloide, aquella que plantea que la acumulación de placas de beta-amiloide en el cerebro es la causa principal de la dolencia.
Si bien este enfoque generó grandes titulares y enormes inversiones, los resultados terapéuticos fueron modestos. Dos medicamentos con anticuerpos monoclonales recientemente aprobados por la FDA en Estados Unidos (lecanemab y donanemab) lograron ralentizar la progresión de la enfermedad un 27% y un 29%, respectivamente, en ensayos clínicos. Aunque estadísticamente resulta significativo, el beneficio real en la vida cotidiana de los pacientes es limitado. Y el costo en términos de seguridad no es menor: hasta un tercio de las personas tratadas experimentó efectos adversos graves, como edemas o microhemorragias cerebrales.
Este debate abre un dilema ético profundo. Se trata de terapias pensadas para pacientes en fases iniciales, personas que aún son funcionalmente autónomas. Exponerlas a riesgos potencialmente letales plantea interrogantes difíciles. ¿Vale la pena arriesgar tanto por un beneficio tan modesto?
En paralelo, la genética ha iluminado un terreno fértil anque complejo. Entre los genes de riesgo identificados, el APOE4 ocupa un lugar central. Esta variante multiplica las probabilidades de desarrollar Alzheimer: una copia triplica el riesgo, y en homocigosis (APOE4/4) la probabilidad puede ser hasta dieciséis veces mayor. No solamente acelera la aparición de los síntomas sino que también se asocia con una mayor vulnerabilidad a los efectos adversos de los nuevos tratamientos con anticuerpos monoclonales.
El APOE, encargado del transporte de lípidos en el cerebro, tiene tres variantes: la 2 (protectora), la 3 (neutra y más común) y la 4 (asociada a riesgo). A nivel molecular, la proteína APOE4 es menos estable, favorece la acumulación de beta-amiloide, retrasa su eliminación y facilita procesos tanto inflamatorios como mitocondriales dañinos.
Sin embargo, en la genética no es destino. Existen personas con APOE4 que nunca desarrollan la enfermedad y otras que lo hacen sin esa variante. Aquí aparece el concepto de resiliencia cognitiva, introducido en 2010 desde la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Esta idea sugiere que el cerebro puede resistir lesiones neuropatológicas y mantener su funcionalidad gracias a factores protectores como la educación, la actividad física, los vínculos sociales, el control de la presión arterial o el estímulo intelectual.
La resiliencia cognitiva abre una ventana de esperanza: incluso en individuos con elevado riesgo genético, el estilo de vida y el entorno cultural pueden inclinar la balanza.
En América latina, estudios recientes con participación de la Facultad de Medicina de la UBA desarrollaron un «reloj cerebral» que mide la edad biológica del cerebro. Se comprobó que, en promedio, los cerebros latinoamericanos envejecen más rápido que los europeos debido a factores sociales como la desigualdad, la contaminación y el bajo acceso a educación de calidad. Aquí, la vulnerabilidad no es solo genética, es también estructural.
Uno de los grandes avances de los últimos años es la posibilidad de detectar el Alzheimeren fases presintomáticas, lo que se denomina » Alzheimer preclínico». Esto se logra a través de biomarcadores en líquido cefalorraquídeo, estudios de imágenes, como el PET amiloide o tau, y pruebas genéticas. La clave es que los cambios fisiopatológicos pueden comenzar hasta treinta años antes de los síntomas clínicos.
Esta perspectiva permite pensar en programas de prevención personalizada donde el diagnóstico temprano no se limite a informar un destino ineludible sino que habilite intervenciones adaptadas al perfil de riesgo de cada persona.
La lucha contra el Alzheimer no abarca únicamente los laboratorios, también se define en los hogares y en las comunidades. El cuidado cotidiano implica desafíos prácticos y emocionales. Por eso, además de la investigación farmacológica, se han desarrollado metodologías asistenciales interdisciplinarias que incluyen musicoterapia, danzaterapia, zooterapia y actividades plásticas, todas con un fuerte componente afectivo.
El impacto económico también es significativo. El gasto en salud se multiplica por diez en pacientes mayores con demencia y pocos países destinan recursos proporcionales a la magnitud del problema. Estados Unidos, por ejemplo, duplicó recientemente su presupuesto anual para la investigación en Alzheimer, alcanzando los USD1.000 millones. En Argentina, los recursos son mucho más limitados, lo que aumenta la carga sobre las familias y los sistemas de salud locales.
El Alzheimer es la enfermedad crónica no infecciosa más discapacitante. Su peso social y económico seguirá creciendo en un mundo que envejece rápidamente. La prevención aparece entonces como el camino más prometedor: retrasar apenas cinco años la aparición de la enfermedad reduciría la cantidad de personas afectadas a la mitad.
En este sentido, la verdadera revolución no será solo tecnológica sino también política y social. Invertir en educación, nutrición, acceso equitativo a la salud, ejercicio físico, redes de apoyo comunitarias y programas de estimulación cognitiva desde la infancia hasta la vejez es tan crucial como desarrollar nuevos fármacos.
Conmemorar el Día Mundial del Alzheimer no es solo recordar a quienes lo padecen sino también revisar críticamente los avances y los errores de la ciencia, comprender la interacción entre genes y ambiente y reclamar políticas públicas que garanticen dignidad y cuidado.